La casa de la Contrapresa del venado ya no era de nadie
de nuestra familia y prácticamente estaba abandonada después de que mi papá nos
mandó llevar a Pachuca. No había vuelto a Guanajuato hasta que ya estaba casado
y con hijos quise enseñarles a mis hijos la casa donde nací y las calles donde
mis compañeros de palomilla nos divertíamos haciendo de las nuestras.
Para alojarnos escogí el Mesón de
San Antonio. Dos cuartos grandes eran suficientes para pasar una noche y luego
continuar a San Juan de los Lagos pues mi esposa era devota de la virgen.
Los baños estaban en la parte de
abajo mientras los huéspedes se quedaban en los pisos de arriba. Aquellos baños
seguían siendo los mismos que usaban las casas céntricas, que para aprovechar
el espacio se colocaba un tablón largo de madera sobre los ladrillos de adobe
con agujeros de distintos tamaños para adultos o niños. Todas las excresencias
caían hacia el río que pasaba por debajo de los balcones en voladizo. Dentro de
los baños solía haber cubetas con agua para limpiar los espacios después de
utilizarse. Me vinieron a la cabeza los recuerdos de lo malillas que éramos mis
amigos y yo cuando nos colábamos por los huecos que dejaban las paredes de las
haciendas hacia el cauce del río.
Aquello en la época de lluvias era peligroso
pues las crecidas aguas podían arrastrar a cualquiera, sin embargo, en una gran
parte del año solían ser solo charcos sobre los lodazales y piedras. Mis amigos
y yo nos impusimos el reto de ir a contar los lunares de las nalgas de las
mujeres más bellas de Guanajuato. Cada uno de nosotros debía llevar un conteo y
el que tuviera más lunares contados ganaba. ¡Qué ingenuos! En ese momento
pensábamos que todas tendrían lunares que esconderían con recelo y solo de esta
manera los mostraban a Dios. En una ocasión mi amigo Casimiro mientras contaba
lunares debajo de las calles que quedaron tras la construcción del mercado y la
Plaza de Gavira, un hombre se dio cuenta que observaban a su hija o esposa ─nunca
supimos bien─. Sin darse cuenta le comenzaron a llover orines y lo hizo correr
tan deprisa y asustado que al llegar a donde estábamos rompió en llanto.
Nosotros le juramos que vengaríamos aquella afrenta y nos dedicamos a velar a
aquel baño hasta que saliera el viejo a hacer sus necesidades. La suerte estuvo
de nuestro lado y al día siguiente volvimos; no esperamos más de una hora cuando
vimos que el trasero de un viejo se asomaba por el agujero. Nuestro plan fue
ejecutado y comenzamos a tirar piedras con tan buen tino que al menos dos
pegaron en el blanco. El hombre gritó de dolor y luego de coraje. Corrimos lo
más que pudimos por la senda del río hasta salir cerca de la calle de
Cantarranas donde trepamos cuales arañas sobre piedras y lodo. Nos sentíamos
invencibles. Conocimos los secretos de las Ceballos, de las González, de las
Martínez, las Fernández, etcétera. Familias de antaño desaparecieron después de
la revolución.
Pregunté al viejo del mesón qué había sido de las familias vecinas de la
zona: «se fueron a la capital y vendieron todo». No había rastro de nadie de mi
juventud. Las familias que ahora se ostentaban como guanajuatenses no eran más
que las que habían escalado después de la revolución y que habían logrado
estudiar en México y volvieron como profesionistas o nuevos comerciantes.
Parecía que mi terruño estaba cambiando rápidamente. El viejo del mesón me
comentó que había rumores de que querían entubar el rio y convertirlo en una
calle. No sé si lo habrían hecho. El recuerdo que tengo de Guanajuato es el
recuerdo de una loca juventud haciendo novillos, haciéndole el amor (cortejando)
a las muchachas y haciéndome el hombre que ahora soy.
S.
PS. Me despido.
Si acaso alguien quisiera que le contara más de mi vida, váyanme a visitar al
panteón. Si estoy de buen humor les contaré muchos secretos más de mi terruño.