Pachuca. Julio 16 de 1916.
Yo nunca he sido perezoso y por
costumbre siempre he tenido la de ser madrugador, por ese tiempo iba todos los
días a las seis de la mañana al Parque Hidalgo a estudiar, aunque a clases no
asistiera, pues esto siempre me servía en los exámenes y era natural, con la
mente descansada, los ratos de estudio los asimilaba y fijaba al momento, teniendo
la facultad de no olvidar nada de lo que aprendía.
Había un señor, Alberto
Vargas, ferrocarrilero, que también tenía esa costumbre, hicimos amistad porque
no había con quién hacerla más, siempre estábamos solos; cuando terminaba el
estudio me decía: «ándale, chamaco. Vamos a correr» y nos poníamos a darle de
vueltas al parque hasta que el sudor nos bañaba, principalmente a él que estaba
gordo. Una vez me preguntó si sabía manejar los resortes en todas sus formas, le
conteste que sí y me invitó a su casa para que se los enseñara. Yo fui con él y
allí me presentó a su esposa e hija, una chamaca de unos quince años que
estudiaba en el colegio americano; me agradó y desde ese día el señor Vargas me
tuvo como asiduo concurrente en su casa. Ella como nunca había tenido un novio,
sin embargo, era coqueta, exhibicionista, pues le gusta lucir su cuerpo
escultural rebosante de juventud.
Era como su padre, alta
de estatura, pero bien proporcionada, formas irreprochables, su color moreno, sus
ojos negros, su seno erguido, la hacía más atractiva… más, pues ella procuraba
hacer resaltar todas esas cualidades.
A la semana de
conocernos ya éramos novios, nos veíamos en el parque a la salida de sus clases,
charlamos de cosas triviales, uno que otro beso furtivo y nada más.
─¿Cómo haremos para
platicar más a gusto sin que nos vean?
─Pues muy fácil ─le dije─
aquí donde yo vivo, en la Hacienda de Guadalupe podemos estar a nuestras anchas.
─Pues vámonos allá.
Nos fuimos y la verdad
era que esta mujer tenía una escuela amorosa como si hubiera tenido más edad. Allí
dimos rienda suelta a todos los encantos del amor, nadie nos estorbaba; mas yo
notaba que eso no le satisfacía, ella tenía deseo de algo desconocido, o más
bien creo que tenía curiosidad por saber más, cosa a la que yo me hacía el
sueco, en primer lugar por el escándalo y en segundo por su padre, que era mi
amigo y había que ser leal con su amistad.
Yo procuraba no dar
motivo a un fracaso, pero ella se impacientaba y hasta se enojaba conmigo, pues
cuando yo me daba cuenta de que aquello tomaba color de hormiga pretextaba algo
para irnos del lugar; pero un día en qué estábamos encerrados en el tenis,
después de muchos besos me dijo:
─Severino yo quiero ser
tuya, estamos solos nadie nos ve, cerré con llave la puerta de modo que nada
temas.
─¿Y cuando tu padre lo
sepa entonces no debo de temerlo?
─¿Y quién se lo ha de ir
a decir?
─Tú, que una vez perdida
te vayas a arrepentir de tus actos y entonces el amolado soy yo.
Sin embargo, era yo
hombre, hubo un simulacro de posesión y hasta allí… fue medio, porque no volví
con ella a la Hacienda
Viendo que era imposible
que yo me doblegara a sus deseos principió a burlarse de mi poca hombría y de
todos los recelos de que yo me valía para huirle, hasta que una vez cansado de
tantas burras le dije:
─Conste que tú lo
quieres no te vayas a hacer la chiquita, después cuando te venga el
arrepentimiento y que si acaso se llega a saber algo seas tú la que tengas toda
la culpa.
─No tengas cuidado, yo
sabré defenderme en caso dado.
Nos encaminamos a la
Hacienda y de allí al tenis. Nos encerramos por vía de precaución y allí se
entregó a mí como por vía de sport. Fue una hora de prolongado placer,
pues ella lloraba de placer en cada orgasmo, y salimos de allí, yo preocupado y ella feliz de haber saboreado lo desconocido.
Nuestras visitas al
tenis se sucedieron cuotidianamente hasta que nuestros cuerpos hastiados
pidieron una tregua, nos separamos por una nimiedad y yo me agarré a esa tregua
como el náufrago a la tabla. Sentí que un gran peso se me quitaba de encima y
ella se quedó tan conforme como si nunca me hubiera conocido.
Días después ya era
novia de un amigo mío, el cual me preguntó que, si ella había sido mi novia y
yo le contesté que no, que nunca me hubiera atrevido a tanto por ser amigo del
señor Vargas, y quedó tan conforme que hasta más amable se volvió conmigo.
Como vivíamos en el
mismo rumbo muchas veces nos llegamos a encontrar, nos saludábamos y hasta platicábamos
de muchas cosas fútiles, pero nunca más recordamos todo lo que había pasado, que
como ella me decía: «eso ya huele a muerto».
Solamente una vez, quizá
nostálgica de placeres, me pidió que le llevara a pasear. Yo como hombre le
concedí el gusto, al fin ya sabía qué clase de mujer era ella.
Por ese tiempo cambiaron
a don Alberto a la división de Sonora y tuvo que abandonar Pachuca, me invitó a
comer para despedirse de mí. Yo asistí y francamente debo de confesar que sentí
tristeza por su despedida, era un gran amigo a pesar de la diferencia de edades.
Mi amigo, que rico era, casi
se lo traga la tierra de dolor por la ausencia de ella y su padre que vio los
trastornos que esto le causaba a su hijo el consentido, le dio el dinero
necesario para que fuera por ella a Sonora y se casara si lo creía conveniente.
Fue por ella y vino casado. Este cortó sus estudios, ella sufrió el primer
descalabro porque se la llevó al rancho vivir, pues él tenía que trabajar para
comer …
Con el tiempo, él se
volvió borracho y con la sífilis que se cargaba hizo completa la desgracia de
Lupe, que a gritos le rogó a su padre que viniera por ella, porque ya su esposo
se había vuelto inaguantable.
Su padre vino por ella,
se la llevó a Sonora y mi amigo murió de borracho.
No volví a saber de ella,
ni ha menester…