Pachuca. Febrero 2 de 1917
En la subida del Instituto, cerca del Mesón
de Peregrinos, habitaba un viejo pianista al que por mal nombre apodaban el Borrego
y este tenía una hija a la que por antonomasia le decíamos la borrega.
Esta chica era muy agraciada,
tendría unos diecisiete años, su color moreno apiñonado, sus grandes ojos
negros dotados de unas pestañas que causaban la envidia de muchas chicas y la
hacían parecer adormidos, su cuerpo muy bien formado, en fin, que el conjunto
era bonito por todos lados y desde luego atraía la mirada de todos los
estudiantes que pasaban al Instituto.
Yo la había floreado de
pasadita, pero nunca me había fijado en ella, ni los atractivos de que estaba
dotada, hasta que una vez nos invitaron a una fiestecita en la que me encontré
a la mentada borreguita. En esa fiesta escaseaban las parejas y no tuve más
remedio que disfrutar de lo que había, hasta que en una de las piezas me tocó
por turno con la del cuento. Supe que se llamaba Amalia y que no iba a la
escuela cuál ninguna porque ya había terminado su instrucción primaria, pero a más
de eso que yo le caía bien. Nos acomodamos tan bien que ya no nos separamos en
toda la noche, al grado de que al terminar el baile ya éramos novios y nos
despedimos de beso y todo.
Mi amigo del alma no se
había quedado atrás y también había sacado su parte, su novia se llamaba Esperanza,
con la fortuna de que era amiga de la mía y eso facilitaba el pretexto para
nuestras entrevistas; pues ella, mi novia, iba a casa de Esperanza y le pedía
permiso de ir a su casa y Esperanza al revés le pedía permiso a mi novia con el
mismo pretexto.
Así se realizaban
nuestras entrevistas sin el más leve contratiempo, nuestras novias se entendían
muy bien, ellas eran las que arreglaban todo y nosotros no hacíamos más qué
aceptar. Así caminaban las cosas, cuando un día Esperanza nos notificó que ya
tenía dónde se efectuaren nuestras entrevistas para así estar a salvo de las
miradas ajenas, y nos llevó a una casa de ella situada cerca de dos caminos. Era
una casita arreglada con elegancia y confort, con un objetivo muy sospechoso y
no me daba cuenta de por qué ella disponía de esa casa de esparcimiento. Empecé
a sospechar de la conducta de Esperanza y de paso de Amalia que, aunque ella no
me había hecho ninguna insinuación, no tenía ninguna protesta por el caso.
En un momento en que nos
quedamos solos mi amigo y yo le hice notar mi extrañeza:
─¿Qué ya las muchachas
no serán vírgenes que nos trae esta garçoniere?
─¿Y qué nos importa…?
─¡Pero sí es un cuarto para
hacernos caer y que nos sorprendan!
─¡Tú siempre pesimista y
miedoso! ¿qué nos pueden hacer? Tú y yo somos unos míseros estudiantes a los
que no nos sacan un centavo ni volteándonos al revés, menos nos van a querer
encadenar para que nos tengan que mantener.
─Tienes mucha razón, pues
eres el libro abierto para el mal, ¿pero no te parece que tomemos nuestras
precauciones? Busquemos una retirada estratégica y atranquemos bien la puerta.
─Ni mandado a hacer, mira
aquel solar que da al cerro, por aquí y con nuestras buenas piernas no tenemos
que temer a nadie…
Hay mujeres que nacen
para la prostitución y estas eran unas de ellas, pues cuando volvimos de
nuestro reconocimiento nos esperaban en bata de baño; nuestro temor se tornó en
sorpresa y nuestra sorpresa en admiración, pues debajo de las batas no se
vislumbraba más que el ropaje de nacimiento. El cuerpo escultural de Amalia, moreno,
terso… lo admiré en todo su esplendor… ¡qué bella estaba! su pecho tan
hermosamente formado lo besé hasta el cansancio y después… la virgen se había
transformado en ramera…
Nuestras bacanales se prolongaron
por espacio de dos meses y durante ese tiempo supimos que las madres de estas
dos pobres chicas eran proxenetas, y que estaban haciendo propaganda para
vender en subasta al mejor postor las primicias de sus hijas, primicias que ya
no tenían puesto que nosotros habíamos disfrutado sin producto.
Tiempo después
suspendieron nuestras entrevistas sin causa justificada aparentemente, pero la
verdad fue que las madres se dieron cuenta de lo que estaban haciendo con
nosotros y no las volvieron a dejar salir ni a la puerta por miedo que se les
escapara el negocio de la iniciación; ¡pero qué optimistas! Ya llevaban por
delante el desengaño a su avaricia de proxenetas ¡qué asco! no alcanzo a
comprender que haya madres capaces de esas cosas, aunque viéndolo bien no se
portaron con nosotros como cualquier hetaira si eso me demostraba que ya había
nacido con la herencia corrompida en la sangre.
Hetaira
Sé bendita entre todas
las mujeres
porque jamás tu seno concibió; porque
eres
como piedra en el fondo de los mares
caída;
porque no deja huella
los besos de tus labios
y porque entre sus muslos elásticos y
sabios
se pierde inútilmente la savia de la
vida.
F. Villaespesa
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