Pachuca. 22
de febrero de 1917.
En
las tradicionales fiestas de San Francisco del año 1916 conocí a una mujercita
que me llamó mucho la atención, me puse a perseguirla, pero me perdía entre el
gentío, volví a encontrarla y cuando quería acercármele huía acompañada de dos
chiquillos que le hacían el juego. Esa persecución duró casi todo el tiempo de
la fiesta y no pudiendo atraparla, me fastidié dejándola por la paz.
Por
el mes de enero de 1917 volví encontrármela en las en la calle, su sonrisa coqueta me obligó a perseguirla
nuevamente, pero me ganó en tiempo porque se metió a su casa en la calle Fernando
Soto. Al menos ya sabía su domicilio.
Me
di a la tarea de espiarla todos los días a una misma hora, pero no dio la
oportunidad deseada para hablar con ella, lo único que me animaba eran sus
miraditas por la ventana y una que otra asomada por la puerta, hasta que una
vez en el Mercado de Barreteros la vi y sin que ella se diera cuenta ya estaba
al lado de ella, y sin más ni más, con esa desvergüenza estudiantil le declaré
lo mucho que yo la amaba, nada más se sonreía, pero no me contestaba nada a
pesar de mis insinuaciones; yo estaba dispuesto a no retirarme hasta no obtener
una respuesta fuera la que fuera. Subimos hasta las calles de Abasolo para
bajar por Covarrubias y ya casi llegando a su casa me respondió que sí y me citó
para el día siguiente a la misma hora. Cuando volví con mi amigo del alma le
dije con rebosante alegría «¡ya estuvo manito envídiame!».
Así
estuvimos por algún tiempo hasta que un primo suyo con un garrote en la mano me
hizo correr y ya no la dejaron salir, pero yo estaba picado y por consejo de mi
amigo nos disfrazamos de electricistas y pedimos en su casa pasar a la azotea
para revisar unas líneas, los primeros días pasaron con felicidad, pero el
pariente empezó a recelar de esos inspectores tan jóvenes que no podían
terminar su revisión y, con un aviso oportuno de ella, no volvimos. Después
solamente en la misa nos podíamos ver mientras su tía rezaba devotamente nosotros
platicábamos irreverentemente, mas la señora se dio cuenta y ya ni eso pudimos
hacer. Viendo la inutilidad de mis esfuerzos por verla la borré de mi lista y
no volví a molestarme en buscarla.
Pasó
el tiempo, cursaba el cuarto año de Medicina cuando una vez que entré a comprar
pasteles a una dulcería-café llamada El Fénix, al pagar en la caja me encontré con
la agradable sorpresa de que la cajera era nada menos que ella. Me recibió
amablemente hasta que me rogó que la esperara pues ya se acercaba la hora de su
salida, naturalmente que la esperé. Cuando salió y la vi de cuerpo entero me
quedé asombrado al ver que la chiquilla de aquellos tiempos no quedaba nada y
en su lugar había una mujer ¡pero qué mujer! la más bella que hasta entonces
había conocido en la ciudad de México. Era en realidad una belleza
despampanante que llamaba la atención hasta el más exigente, todo en ella era
bonito, hasta el detalle más nimio era agradable.
Esa
cara tan hermosa, posada en ese cuerpo estupendo, me hacía concebir en un plus
ultra entre las mujeres: su cara de un blanco sonrosado, con unos ojazos azules
con grandes pestañas, su nariz céltica remangadita, su boca diminuta, su
cabello de un rubio ligero la hacían adorable y con ese cuerpo escultural la
hacían deseable.
Después
de los saludos de rigor y rememorar los antiguos tiempos me notificó que ya se
había casado, pero qué debido a malos acuerdos se había separado. Así
platicando llegamos a su casa, me pasó, me presentó a su madre y a su
hermosísima hija: una encantadora chiquilla y como a mí siempre me han gustado
los niños me puse a jugar con ella al grado que simpaticé tanto que cuando me
despedía me decía papá.
Como
su casa quedaba en camino al Hospital General, cada que me tocaba clase pasaba
a visitar a la encantadora chiquilla, ya que no a su madre porque estaba en su
trabajo y en donde yo evitaba el verla porque era un lugar para los que tenían
dinero y yo no lo tenía; muchas veces le pedía permiso a la abuela y me prestaba
a la niña para dar la vuelta y ella encantada con su papá postizo.
Ella
me citaba para platicar, pero mis estudios no lo permitían porque si en Pachuca
posponía el estudio por el amor, en México fue todo lo contrario.
Un
buen día en que no tenía clases salir de mi práctica del Hospital Juárez y me
encaminé con la intención de sacar la niña, llevármela Chapultepec, pero al
llegar a su casa encontré con la nueva de que era día de su santo de su madre y
ya no me soltó, me hizo tomar algunas copas fuera de mi costumbre y con eso me
tuvo prisionero. Asistieron un montón de encantadoras chamacas, se bailó, se
comió mole y en fin que la fiesta estuvo encantadora, máxime que de hombres era
casi el único y las muchachas como es natural querían charlar conmigo, pero ella
tuvo el buen tacto de limpiárselas todas, hasta que al dar las 10:00 de la
noche no quedábamos más que ella y yo solos, porque la nena y la abuela ya
estaban dormidas. Entonces hice el intento despedirme y ella con dulzura me
dijo «nada de que te vas, ahora te quedas aquí conmigo». Y naturalmente obedecí.
Fue
una noche de placer, fue una noche en que me sentí transportado a un paraíso en
donde yo, únicamente yo, disfrutaba de las caricias de las huríes del profeta. Ella
se entregó a mí con el fuego de primicias contenidas y mi juventud le concedió
todo el complemento a sus deseos. Era una mujer adorable en todos los sentidos,
al menos yo la consideraba así en aquel tiempo en que ofuscado por su belleza
no veía en ella ninguno de los defectos de que padece toda mujer caprichosa
como lo era ella, y el tiempo vino confirmármelo sin detrimento de mi bienestar.
Tuvo
un hijo el cual, o más bien al parecer era mío y que su comportamiento ulterior
me hizo dudar de esa paternidad; pues desde el embarazo tuvimos una vida de
infierno y después de él vino lo peor, porque ella se volvió descarada y
prostituida el grado de llegar con diferentes hombres a su casa.
Yo
nunca la celé, porque no la quería y poco importa su comportamiento y sí
tuvimos algún disgusto fue por causa del maltrato que ella daba a los
chiquillos que ninguna culpa tenían que haber venido al mundo.
Yo
quería demasiado este par de chiquillos y ellos respondían con creces mi cariño,
de buena gana los hubiera adoptado si hubiera tenido quién los cuidará, pero yo
era un hombre solo y vivía en compañía de mi hermano y otros dos compañeros.
Un
día tuvimos un disgusto y a pesar de lo mucho que me dolió dejar a ese par de
chiquillos no volví a verla ni siquiera a pasar por donde vivía ni por donde
trabajaba.
Así
pasó el tiempo y ya una vez médico recibí un telegrama en el que se anunciaba
que el niño se moría y que ella no hallaba qué hacer con él, me presté de buena
voluntad y cuando estuve junto a él me di cuenta de que se trataba de una difteria,
que llevaba a una muerte segura al nene y así sucedió, murió por falta de
cuidado de esa madre negligente, pues por andar con sus fechorías no se había
dado cuenta de la gravedad del hijo.
«Ya
pagarás todo el mal que has hecho a tus hijos porque nadie más que tú tienes la
culpa de esta muerte» y no la volví a ver en mucho tiempo.
Hacía
casi trece años que yo no veía a Elena la chiquilla que me decía papá y el día
en que estuve presente ya no me conocía, ni siquiera se acordaba de mí.
De
esa fecha, pasaron dos años y la volví a encontrar una fiesta, ella aún
conserva mucho de su belleza, pero la hija la opacaba con sus quince abriles, ya
era una preciosa chiquilla, sin la malicia de la madre y menos de sus
costumbres, pues era recatada, inteligente, reservada, todo lo contrario de su
madre que aún le quedaban arrestos para el mal.
Me
la presentó en una manera muy correcta se puso a mis órdenes, no me conocía, ni
yo hice la lucha para que me recordara.
También
me vi comprometido a bailar con mi antigua amante, me hizo bastantes
insinuaciones como queriendo reconquistarme, pero ya mi estado de casado no me permitió
aceptar sus proposiciones y yo creo que ni aunque hubiera sido soltero habría
vuelto a reanudar mi idilio con ella; de tal manera que quedé asqueado con su
conducta que me parecía ver a cada instante todos los descalabros por los que
pasé por ella.
Dos
años más tarde la volví a encontrar por las calles de Camelia, me invitó a su
casa y me hice el desentendido preguntándole por la chiquilla, volvió a repetir
su oferta y la eludí con fútil pretexto y ella comprendiendo que yo hacía todo
lo posible por evitar esa platica me dio entonces la noticia de que su hija se
había casado bien y que luego la habían dejado en las cuatro esquinas pues su
novio ha de haber sabido algo de su dudoso pasado y no quiso que la que era su
esposa se enlodara con la antigua mala conducta de la madre.
Ahora
ha pasado ya mucho tiempo y no he vuelto a tener noticias de ella. ¿Se habrá
muerto? ¡quién sabe! pero no es para mí más que una mala sombra del pasado
tonto de mi vida estudiantil.
Olvido
Dicen
que el que bien ama nunca olvida,
porque presa
su mismo pensamiento,
lleva la
imagen de la faz querida
que forma su ventura
y su tormento.
Yo
he querido una vez y aquel momento
que eternizar
pensé, toda mi vida,
cruzó por mí,
como huracán violento,
sin dejarme
una huella ni una herida…
Bastó
para lograrlo, únicamente,
alzar sobre
la roca de mi orgullo,
mi firme
voluntad, recia y potente,
Y
cuando retornó la primavera,
de aquel
nombre que fuera dulce arrullo
no recordaba
la vocal primera…
S.