Pachuca. Marzo 19 de 1917.
Había
una nevería en la calle de Hidalgo regentada por un japonés muy amigo de los
estudiantes y entre los más asiduos concurrentes estábamos nosotros; allí encontrábamos
esparcimiento a nuestras almas y a nuestro estómago, pues la nieve de limón en
ese lugar era exquisita y más aún porque, muchas de las veces, era fiada y
también en algunas ocasiones regalada.
Esto no tendría nada de particular si
por este tiempo no hubiera llegado al lado del nevero una linda japonesita. Era
bonita y muy simpática en su trato; era menuda de cuerpo, pero muy bien
proporcionado, yo le calculaba unos diecisiete años y no le andaba lejos porque
después nos dijo que tenía dieciocho.
Al ruido de la llegada de la
japonesita aumentó la clientela, no solamente estudiantil sino también extraña y
pretendientes de sobra le salieron al paso, pero ella, a pesar de ser tan decidora
se hacía la socarrona dándoles a todos por su lado sin hacerles caso a ninguno.
Yo
me daba cuenta de los fracasos de tantos adoradores y por eso no me atrevía a
decirle nada, a pesar de que ella tenía, más o menos bien demostrada cierta
predilección por mí.
Pero
un día que madrugué intencionalmente, me di cuenta de que el japonés se había ausentado
y ese tiempo lo aproveché haciéndole el amor.
─Pero
¿de veras me quieres?
─Cómo
no te voy a querer, ¿que no ves lo asiduo que soy?
─¿Eso
quiere decir amor? Además, tú no sabes quién soy, ni siquiera cómo me llamo.
─En
realidad no… ahora dime cuál es tu nombre, me lo figuré tan difícil de
pronunciación como tu apellido Takaguchi.
─Estás
muy lejos de la verdad. ¿Que no ves que yo nací en México y mi nombre es
Guadalupe? Te parece raro ¿verdad?
─No
mujer, al contrario, encantado de que tengas un nombre como el de nuestra
Virgen.
─Ahora
otra verdad que tú ni por asomo te figuras… soy viuda de honor.
─¿De
veras?
─¡Como
lo oyes!
─¡Tan
chica!
─Es
la costumbre entre nosotros y mi marido se murió de no sé qué y por eso me
tienes aquí sirviéndole a mí pariente. Ahora tú dices si sigues en tu deseo de
que sea yo tu novia.
─Pues
te diré que eso me importa muy poco, lo que me interesa eres tú y me basta con
que tu boquita diga sí. Te quiero para que me hagas el hombre más feliz de la
tierra.
─Pues
entonces sí.
─Dame
un beso como prueba de tu amor.
Nos dimos un largo y asfixiante beso
que me hizo temblar de pies a cabeza. Era una mujer ideal, con muchos dones que
me hacían feliz todas las mañanas que pasábamos juntos, pues era la hora en que
había menos movimiento el japonés tenía que ir a ver todos los jardines de
Pachuca de los que era el encargado, favoreciendo nuestras entrevistas.
Cada día la quería más, tan melosa y
dulce, tan cariñosa que me hacía pasar las horas cuál si fueran minutos.
Ya teníamos algún tiempo de relaciones
platónicas y felices, cuando se le ocurre enfermarse al japonés y sin más ni
más dejó de encargada a la chamaca y él se internó en el hospital.
Con la confianza que ya teníamos se detenía
a comer conmigo y a veces hasta dormíamos la siesta juntos muy santamente. Yo
no me atrevía a hacerle ciertas proposiciones por cariño a ella, pero había de
llegar ese día de felicidad y de gracia para ambos, y fue mía en cuerpo y alma.
Desde esa vez su cariño fue in crescendo,
me quería tener todo el día allí, cosa que para mí era imposible, yo tenía
otras ocupaciones aparte de mis estudios, no porque me chocara estar con ella
sino porque me daba pena con el japonés que se daba cuenta de sus muchas
atenciones y nada de consumo.
Los celos empezaron a entrar en
nuestras relaciones, yo creí que la sangre japonesa no tenía ese temperamento y
me pegué un chasco, porque ella era tan celosa como una mexicana. Cuando sus
celos se dejaban ver, hasta los ojillos se le hacían más chicos, pero yo tenía
la táctica de saberlos aplacar muy fácilmente.
Ya estaba fastidiando con sus impertinencias
y un día quise poner un «hasta aquí» a nuestras relaciones y le dije:
─Si no moderas tu carácter ten por
seguro que nuestras relaciones terminarán.
─¿Y eres capaz de dejarme abandonada
sabiendo que soy sola en este mundo?
─Tan capaz soy… desde hoy en adelante
si me celas como hasta ahora no te vuelvo a hablar.
─No seas así conmigo, mira que te amo…
porque soy capaz hasta de matarte.
─Ya empiezas… ya me voy.
─¡No te vayas! ¡espera no lo vuelvo a
hacer! ─y se abrazó besándome. Cuando menos lo esperábamos se presentó el
japonés, nos separamos, aunque él no nos dijo ni la más leve palabra; pero poco
tiempo después era embarcada para su tierra y no la volví a ver y mucho menos a
saber de ella.
Ausencia.
Mi corazón enfermo de ausencia
expira de dolor porque te has ido.
¿en dónde está tu rostro bendecido?
¿qué sitios ilumina tu presencia?
ya mis males no alivian tu clemencia,
ya dice ternuras a mí oído,
y expira de dolor porque te has ido
mi corazón enfermo de tu ausencia,
es inútil que finja indiferencia,
en balde busco el ala del olvido
para calmar un poco mi dolencia,
mi corazón enfermo de tu ausencia
expira de dolor por qué te has ido…
E. Rebolledo.
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