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rancisco Iglesias i Capdevila conoció a su hijo, el
Francisquet, dos semanas después de que Josefa Vila lo diera a luz. Fue en
abril de 1785 cuando Francisco viajó desde Cádiz a Barcelona para el bautizo en
el templo de Sant Just Pastor. La suavidad de la primavera mezclaba la humedad
con las brisas saladas que daban un aroma particular a su ciudad que no tenían
otras; los viandantes habían dejado la ropa de lana y comenzaban a lucir las
prendas de algodón.
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ue entrado el verano cuando los cuerpos sudorosos
cargaban el ambiente de aromas agrios y tristes. La calle de las Trenta Claus estaba oscura y
desierta. Olía a maderas y a agua estancada. Francisco y sus hermanos se
consolaban mientras la madre sollozaba y los vecinos compartían su dolor. El
italiano miraba la reunión desde la puerta e incomodaba a Francisco y este
vigilaba sus manos huesudas que sostenían el sombrero de ala ancha que se había
quitado ante el dolor de la muerte. Francisco se acercó a su hermano mayor,
Oleguer el más ecuánime de los tres, y le señaló con la cabeza al extraño
aquel. El primogénito dio un paso adelante y cruzó la mirada por segundos con
los ojos verdosos del visitante.
─¡Vete con mi madre! ─ordenó─. Una mezcla de confusión
y miedo se apoderó de Francisco quien abrazó a su madre y a Antón, el menor de
los hermanos, viendo al primogénito descender por las escaleras junto con el
extraño del sombrero.
─¿Cómo se atreve a venir aquí, precisamente hoy? ─dijo
Oleguer ya en la calle.
─No tenía opción ─respondió con acento lombardo.
─¡Le pagaré todo lo que se le deba, pero ahora
márchese!
─Dificile…
debo llevarme alguna garantía o mi amo se picará conmigo.
─¿Qué quiere? ─empuñó las manos sudorosas.
─El acta de propiedad de la fábrica, por ejemplo ─contestó
con seriedad el italiano.
─¡Imposible! ¿No basta con mi palabra? ─Oleguer mostró
rabia y presentía que no se quitaría de encima los problemas económicos tan
fácilmente.
─Las palabras no son suficientes para un maltés. Si
no, dígamelo a mí, que las palaras me sobran ─dijo con sorna.
─Le juro que pagaremos. Venga mañana cuando mi madre
no esté, no quiero preocuparla.
─No signore, esta noche parto y no puedo dejar
a mi patrón con las manos vacías. ─El lombardo sacudió su bolsa llena de
monedas. Oleguer sacó de su faja varios pesos fuertes venidos de las Indias.
Cogió la mano del lombardo y se las puso cerrándole los dedos.
─¡Oh, signore!
Grazie, aunque a DePauli le gusta la
plata, él espera algo mucho mayor ─exclamó guardándose las monedas para él.
─Le daré más si me ayuda a negociar con DePauli ─suplicó
Oleguer.
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