Toque de queda
En ese año, las navidades no solo eran frías, sino que el ambiente concentraba
la sensación de derrota de muchos que echaban de menos a sus seres queridos que
no estarían para celebrar las fiestas. Las calles se encontraban
vacías porque el gobierno, dos semanas antes, decretaba el toque de queda con
tal de hacer frente a la ola de contagios de un nuevo virus respiratorio. Joaquín
Villegas buscaba una callejuela, no tan fría, donde hubiese chimeneas para sentarse
a comer un pan con mantequilla y jamón que le había dado una vieja caritativa a
la salida de la iglesia. Desde hacía once meses que dormía en la calle y aquella
noche en los refugios para indigentes no cabía ni un alma más.
Había apostado todo a ser escritor y fracasó; el
banco se había quedado con su casa y él sin siquiera un amigo o un familiar que
lo consolase. Estaba solo, aunque se decía a él mismo que el próximo año
alguien iba a descubrir su talento y estaría rodeado de lujos, abundancia,
admiradores, gente que lo reconocería a simple vista para pedirle su autógrafo.
Pero, por ahora, debía tragar sapos y esperar a que pasara esa mala racha. Lo
peor del virus era que la gran mayoría de la gente se había vuelto desconfiada y
egoísta; y si él les contaba su historia, y su caída en desgracia, lo tildaban
de loco al verlo con la ropa sucia y rota. Siempre se quedaba con las ganas de
hablar cuando todo el mundo le rehuía.
Los adornos navideños iluminaban su paso y creía
que esa noche él no existía para nadie, pues nadie lo veía. La ciudad callaba,
sus habitantes estarían resguardados en casa por órdenes de las autoridades, hasta
que escuchó unos gritos:
─¡Alto ahí! ─se giró y vio a
un par de policías que venían hacia él. Apuró el paso sin perder la calma. Uno
de ellos le asestó un golpe con su porra en un hombro. Joaquín Villegas gritó
de dolor y del susto. Conocía el comportamiento de aquella policía asesina que
tenía órdenes de limpiar la ciudad y más si se trataba de un estado de
excepción. Corrió con todas sus fuerzas apretando en sus manos la bolsa con su
comida. Sus perseguidores le pisaban los talones hasta que pudo esconderse tras
una verja cubierta de maleza proveniente de los jardines de las casas ricas de
la zona. La respiración se le escapaba y comenzó a toser. Los jadeos y la falta
de aire lo hicieron desplomarse en la acera. Los uniformados vieron cómo se
retorcía y parecía que se asfixiaba.
─Vámonos de aquí, compañero.
¡Dejemos a este muerto de hambre palmar solo! Seguro que tiene el virus. ─Ambos
agentes se taparon la cara con la mano y lanzaron una mirada de asco. Al tiempo
que se alejaban, Joaquín Villegas retomó energía y comenzó a correr de nuevo. Los
policías se dieron cuenta y volvieron con las porras desenfundadas a cazarlo.
Cuando sintió de nuevo que las piernas ya no le respondían y respiraba con más
dificultad se dio por vencido. Iba a levantar las manos en señal de rendición,
cuando escuchó que alguien lo llamaba con una especie de silbido. Un gran adorno
iluminado en forma de Santa Claus, que se había desprendido de los cables, lo
cubría de la vista de los perseguidores. Miró a su alrededor y entre una
tubería larga y ancha de un edificio en construcción distinguió un par de ojos
que brillaban con el reflejo de aquel Santa Claus caído. Sin pensarlo entró en
aquel pasadizo y una mujer en harapos y con la cara llena de hollín le susurró:
─Aquí estarás a salvo. Este
es un buen lugar para esconderse. ─Joaquín, poco a poco retomaba el aire y veía
con más claridad a aquella mujer, de quien pensó que en algún momento de su
vida pudo haber gozado de una vida digna.
─¿A ti también te ha
perseguido la policía? ─la cuestionó. Ella asintió y dejó ver su pelo sucio y
las manos negras de tierra con la penumbra. Se adentraron hasta donde la luz del
Santa Claus ya no se colaba─. ¿Desde cuándo vives en la calle?
─Ya no recuerdo ─dijo ella.
─¿Sabes que hay un virus contagioso
y que hay toque de queda en todos lados? ─continuó él.
─No sé nada. Hace mucho
tiempo que no sé nada.
─¿Pero sabes que esta noche
es Noche Buena? ─Ella lo miró con indiferencia─. No tienes por qué estar
triste. Yo también estoy solo en esta ciudad.
Joaquín sacó el pan con
mantequilla y jamón y lo partió en dos. La chica tomó un pedazo y lo comenzó a
devorarlo. Él la miraba mientras también comía su parte. Al menos les quitaría
un poco el hambre de esa noche.
─ Por cierto, ¿cómo te
llamas? Yo soy Joaquín Villegas, soy escritor, solo que nadie me cree. Lo perdí
todo, porque así es este mundo: fariseo, injusto, prosaico e incomprensivo. Aunque
estoy seguro de que el próximo año todo cambiará y alguien reconocerá mi
talento. Ya verás, todo será mejor, te sacaré de esta miseria en la que estamos
ahora mismo y serás mi secretaria. ─Ella lo miraba con humedad en los ojos─. Porque
sabes leer y escribir ¿no? ¡No me mires así, no soy un demente! ─dijo gesticulando
con las manos─ ¡Feliz Navidad querida amiga! o más bien, ¡feliz Nochebuena! ─Los
dos sonrieron mientras masticaban el último bocado de su cena navideña.
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